DISCUSIÓN
La dimensión autobiográfica de las novelas en la experiencia de las madres solas
En las dos novelas es posible encontrar una dimensión autobiográfica con respecto a la experiencia de la madre sola. En el caso de Juan Rulfo, la novela narra la búsqueda del padre siempre ausente que emprende Juan Preciado una vez que su madre Dolores Preciado muere. Juan Rulfo experimentó biográficamente la situación de madre sola por viudez, ya que su padre muere asesinado en 1923, y su madre queda sola hasta que muere también prematuramente en 1927; sin embargo, en su obra la proyección autobiográfica de la madre sola, que no del sentimiento de orfandad, es más sutil que en Herbert, en cuya novela la voluntad autobiográfica es totalmente convocada. Aunque Canción de tumba es “una novela autobiográfica donde campea la fantasía” (Herbert, 2012), en la que el autor incluye, desde luego, aspectos netamente ficcionales, aunque los nombres, las fechas y los datos medulares declaran una pretensión abiertamente autobiográfica. Así, el lector sabe que: “De niño me llamaba Favio Julián Herbert Chávez. Ahora me dicen en el registro civil de Chilpancingo que siempre no. El acta nueva difiere de la original en una letra: dice ‘Flavio’” (Herbert, 2012) o “Nací el 20 de enero de 1971 en la ciudad y puerto de Acapulco de Juárez, Guerrero” (Herbert, 2012). Con la misma fidelidad se conoce la experiencia autobiográfica de la madre sola, ya que la novela narra cómo ella se dedicó a la prostitución cuando él era un niño y se hizo responsable sola de los hijos:
A Gilberto Membreño habíamos dejado de verlo cuando yo cumplí cuatro años. La razón fue que él me amaba de un modo violento: cada vez que nos reuníamos intentaba secuestrarme. Quería cambiarme el apellido. Pensaba que una prostituta no podría ser buena madre para mí. Una vez, desesperado por separarme de ella, la azotó contra el tablero de un automóvil. Mamá y yo nos bajamos corriendo. Le dije a él desde la banqueta: ‘Cuando crezca te voy a rajar tu madre’ (Herbert, 2012).
Estas distintas causas que originan la experiencia recuerdan que, como bien ha señalado Ma. del Carmen Feijoó (1999), el término madre sola es una noción todavía muy problemática y sin conceptualizar, que “incluye en su interior diferentes realidades que es necesario abrir para avanzar en su conocimiento y en la identificación de sus problemáticas específicas” (Feijoó, 1999). Es decir, hay muchas formas de ser madre sola en la sociedad mexicana contemporánea, y sigue siendo necesario abstraer los límites de esta experiencia de vida como categoría social.
Resulta muy significativo para la revisión del problema de las madres solas y su relación con los patrones patriarcales que ambas novelas, paradigmáticas y sobresalientes de la literatura mexicana contemporánea, sean escritas por hombres y que los protagonistas sean hombres también, es decir, tenemos así el testimonio masculino del papel materno, lo cual presenta una lectura muy particular de la violencia patriarcal que se ejerce sobre las madres solas. Además, no sólo se aprecia el sentir de las madres, sino también de los hijos en cuanto a la orfandad paterna que experimentan. En ese sentido, el mito de la búsqueda del padre en Pedro Páramo ha sido largamente trabajado, entre muchos otros, por Carlos Fuentes (1990); en Canción de tumba, el protagonista cuenta su reacción al enterarse de la muerte por infarto del padre biológico:
Mónica dice que antes de colgar repetí varias veces una frase:
-Me quedé huérfano.
Creo que me refería a una angustia derivada del hecho biológico, no a una pena moral. Pero la angustia es la única emoción verdadera (Herbert, 2012).
Aunque la muerte de la madre desata el impulso narrativo, la muerte del padre se siente como una emoción verdadera más allá de la racionalización de la experiencia que intenta el sujeto, la confrontación con la pérdida del padre se potencializa. Si bien, las novelas que se estudian representan desde luego un proceso muy específico estético-literario, se puede hacer valer para su análisis el hecho de que lo biográfico en la investigación microsociológica “supone reconocer que lo que se persigue no es conocer una vida con detalle (o parte de ella), no es encontrar ‘una verdad’, ni una cronología de hechos, sino buscar la producción de un ‘relato experiencial significativo socialmente’” (Lindón, 2001). En toda narrativa autobiográfica, la estructura narrativa es la esencia del relato que organiza el referente social; es como dice Lindón (2001) una “‘traducción’ de lo íntimo”, de lo biográfico como expresión de lo social.
La muerte de la madre sola como detonador de la historia narrada
La magnitud de la experiencia, en la que autores y protagonistas se implican y que elaboran ficcionalmente con tintes más o menos intensamente autobiográficos como se ha visto, queda demostrada por el hecho de que en el caso de las dos novelas es la muerte de la madre —de la madre sola— lo que desata la historia narrada. En Pedro Páramo esta circunstancia es intradiegética, la muerte de la madre sola de Juan Preciado origina la historia y el personaje abre la novela diciendo:
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera […]
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio [...] El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro (Rulfo, 2005).
En Canción de tumba, esta evocación es extradiégetica, es la agonía de la madre de Julián Herbert, el escritor, la que provoca la necesidad de narrativizar su muerte y de reconstruir los recuerdos. En entrevista, el autor afirma que escribir la novela fue una experiencia visceral que se cumplió mientras vivía junto a ella la enfermedad en el hospital, y que la escritura, el lenguaje, se volvió una herramienta para defenderse del miedo y la angustia:
El proceso fue muy intenso y muy radical. Siempre tenía en la cabeza escribir esta historia, pero me parecía muy melodramático. Y, cuando sucedió lo de la enfermedad de mi madre, a finales de 2008, la razón de la escritura se convirtió en algo muy pragmático porque tenía que pasar muchas horas en el hospital (Herbert, 2011).
En la novela, el protagonista narra de modo autobiográfico la misma experiencia:
Todo esto es estúpido, claro. Me da una lástima bárbara. Especialmente hoy, cuando veo a mamá desguanzada e inmóvil sobre su cama de hospital con los brazos llenos de moretones por agujas, conectada a venopacks traslúcidos manchados de sangre seca, transformada en un mapa químico mediante letreritos que publican a pluma Bic y con errores ortográficos la identidad de los venenos que le inyectan: Tempra de un gramo, ceftazidima, citarabina, antraciclina, ciprofloxacino, doxorrubicina, soluciones mixtas de un litro embozadas en bolsas negras para proteger a la ponzoña de la luz. Llorando porque su hijo más amado y odiado […] tiene que darle de comer en la boca […] Lamento no haber sido por su culpa, por culpa de su histérica vida de viajes a través de todo el santo país en busca de una casa o un amante o un empleo o una felicidad que en esta Suave Patria no existieron nunca, un niño modelo: uno capaz de creer en la redondez de la Tierra. Alguien que pudiera explicarle algo. Recetarle algo. Consolarla mediante un oráculo de podredumbre racional en esta hora en que su cuerpo se estremece de jadeos y miedo a morir (Herbert, 2012).
Parece muy importante señalar que la obra de Juan Rulfo representa en el panorama literario mexicano la síntesis y conclusión de procesos narrativos anteriores a él y que, al mismo tiempo, prefigura en gran medida la ruta de la narrativa posterior. Por mencionar sólo dos casos, Elmer Mendoza (Sinaloa, 1949) o Eduardo Antonio Parra (Guanajuato, 1965), por ejemplo, muestran en sus poéticas una franca presencia del estilo rulfiano. Julián Herbert se suma a esta tradición narrativa desde una asumida intertextualidad con la obra de Rulfo. En ese sentido, el protagonista de Canción de tumba declara y refiere el vínculo narrativo y experiencial con la novela Pedro Páramo con respecto a la maternidad sola que suscita la historia:
Volví a verlo [al padre] cuando cumplí quince años. Me regaló un viaje a la playa en compañía de Adrián, mi mejor amigo. Nos encontramos en Puerto Vallarta. Yo aún no conocía la Odisea pero acababa de leer Pedro Páramo. La voz de la madre de Juan Preciado resonaba en mi cabeza:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio […] el olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro (Herbert, 2012).
Es decir, el personaje de Canción de tumba asume la experiencia de la muerte de la madre sola que da origen a la novela e identifica una misma corriente tanto temática como formal con la obra de Juan Rulfo en relación con ese aspecto.
Las madres solas: pobreza y estigma
En México:
Los estudios sobre mujer y pobreza se iniciaron durante la década de los setenta y como resultado del impacto movilizatorio que produjo el lanzamiento del Año Internacional de la Mujer en 1975, y cobraron auge durante el Decenio Internacional de la Mujer (Naciones Unidas, 1976-1985). Instituido bajo la consigna de igualdad, desarrollo y paz […] El interés en este nuevo sujeto social, especialmente en América Latina, apareció combinado con la problemática de la pobreza. (Feijoó, 1999).
Sin embargo, la obra de Rulfo publicada en 1955 es ya una declaración absoluta de la situación de mujer sola como jefa de familia. ¿La literatura se adelanta a mostrar un proceso social? Sí, sucede en las grandes obras. Llama poderosamente la atención que aunque el ritmo narrativo de toda la novela es la ambigüedad que determina el tiempo, el espacio, las acciones y las voces narrativas como efecto de que los personajes narren desde la muerte, esta ambigüedad se suspende cuando se relatan las circunstancias que rodean la narración de los papeles maternos. Aquí el estilo es claro y directo, otorga toda la información sin enigma ni sentidos indirectos. El lector sabe con certeza que Juan Preciado ha sido criado únicamente por su madre, Dolores Preciado. Sabe que el cacique Pedro Páramo no le ha dado al hijo ni su apellido ni sus cuidados, que abusa de su poder y se casa con Dolores con engaños para apoderarse de sus tierras, dejándola finalmente empobrecida y sola con el niño. Canción de tumba (2011) es también síntesis clara y directa de este hecho social como se ha revisado: “Yo soy el hijo de en medio. Mi padre, Gilberto Membreño, es el novio menos espectacular que tuvo Marisela […] Desde entonces no lo he visto” (Herbert, 2012).
En las dos novelas, los personajes de las madres viven su maternidad en pobreza y limitación. Dolores Preciado por haber sido engañada por Pedro Páramo y despojada de sus tierras y Guadalupe Chávez Moreno por la falta de soporte de la familia nuclear que la orilla a huir de su casa muy joven y después por no contar con el apoyo de los padres de sus hijos. Se presentan solas y olvidadas por el padre de los hijos, en los dos textos las madres y los hijos son invisibilizados por los padres, de ahí que el protagonista de Canción de tumba durante años se pregunte “quién era el fantasma: mi padre o yo” (Herbert, 2012). En Pedro Páramo queda claro, además, que el cacique ha repetido la historia una y otra vez con la mayoría de los hijos que procreó: “El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo” (Rulfo, 2005), reproduciendo esquemas de una masculinidad agresiva y dominante.
Los dos personajes maternos comparten la pobreza y la estigmatización, entendida esta categoría en los términos en que Goffman (1986) la conceptualizó con incomparable claridad. Un estigma, de acuerdo con Goffman, es un atributo desacreditador definido en términos de relaciones, es decir, “un atributo que estigmatiza a un tipo de poseedor puede confirmar la normalidad de otro, y por consiguiente, no es ni honroso ni ignominioso en sí mismo” (Goffman, 1986). Es una característica que hace diferente al individuo y que atrae la desaprobación del entorno social, se enjuicia como una marca que vuelve al sujeto inferior e indeseable: “Es un estigma, en especial cuando él produce en los demás, a modo de efecto, un descrédito amplio; a veces recibe también el nombre de defecto, falla o desventaja” (Goffman, 1986).
Si bien se ha matizado en la literatura crítica que la condición de madre sola no conlleva necesariamente la pobreza, son desde luego dos variables que suelen ir aparejadas.
El mayor número de pobres, en 1989, se concentraba en las ciudades (103 millones de pobres urbanos). Pero se considera la existencia de 79 millones de habitantes de zonas rurales latinoamericanas cuya situación es bastante dramática, pues –en términos relativos- la pobreza en el campo es más aguda (los indigentes se concentraban mayoritariamente en el campo: 48 millones de personas, i.e., un 37%) y mayor, con el 61% de habitantes pobres (en la ciudad, la cifra registrada es de un 36% respecto al total de pobres urbanos) (Salles, 1994).
En ese panorama, ciertamente desolador, “la persistencia de patrones socioculturales de género que asignan a la mujer las funciones de cuidadora/nutricia, centradas en su función biológica reproductiva, provoca que las mujeres carguen con responsabilidades sobre el mantenimiento, reproducción y reposición de la fuerza de trabajo” (Barquet, 1994). En el caso de las novelas que se analizan, las dos madres se encuentran empobrecidas y agobiadas por la responsabilidad social, emocional y económica, a lo que se suma la estigmatización de su identidad. Si Rulfo aborda en su obra el México más pobre que es el México rural, en ese espacio, las más pobres aún serán las mujeres. En la obra de Juan Rulfo no queda más que esperar que a Dolores Preciado y a su hijo “Dios los asista”:
— ¿Pero de qué vivirán?
— Que Dios los asista.
<—… El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro (Rulfo, 2005).
Guadalupe Chávez Moreno, en Canción de tumba, explica a los niños, avergonzada, que ella “baila”, que sólo baila y nada más para conseguir los recursos que necesitan. Goffman señala este sentimiento de vergüenza y autoaversión que los otros, los “normales” son capaces de provocar en los individuos estigmatizados. Apunta: “Es probable que la presencia inmediata de los normales refuerce esta disociación entre las autodemandas y el yo, pero, de hecho, el individuo también puede llegar a odiarse y denigrarse a sí mismo cuando está solo frente a un espejo” (Goffman, 1986). Dice el personaje de Herbert: “‘Yo bailo’, decía, cuando profundamente alcoholizada, nos pedía perdón” (Herbert, 2012).
Según narran las novelas, las dos madres viven “arrimadas”, escondidas, “de favor”, junto con sus hijos. Juan Preciado recuerda cómo vivían con su tía: “—La de cosas que han pasado —le dije—. Vivíamos en Colima arrimados a la tía Gertrudis que nos echaba en cara nuestra carga. ‘¿Por qué no regresas con tu marido?’, le decía a mi madre” (Rulfo, 2005). Julián Herbert, el personaje, recuerda cómo su madre “convenció al encargado del negocio de que me permitiera vivir a escondidas en el cuartito que ella alquilaba al fondo del prostíbulo” (Herbert, 2012).
La representación de la madre sola dedicada a la prostitución de Canción de Tumba parece tener un antecedente muy importante en la obra de Juan Rulfo, en el personaje Eduviges Dyada, una de las mujeres que conduce a Juan Preciado en su viaje por Comala. A lo largo de la narración, el lector sabe que Eduviges tiene muchos hijos, que los ha tenido con distintos hombres y que se hace cargo de todos ellos:
— Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: ‘En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre’. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno (Rulfo, 2005).
En contraste, el personaje de Julián Herbert afirma: “Visto en retrospectiva, mamá tenía muy buen y muy mal ojo para escoger a sus galanes […] El único método con que cuento para evaluar su vida amorosa es observarla a contraluz de los vástagos que tuvo, cada uno de un padre diferente” (Herbert, 2012).
Si de Guadalupe Chávez Moreno se lee que les pide perdón a sus hijos “profundamente alcoholizada”, en Pedro Páramo el lector sabe que la vida de Eduviges termina con el suicidio, y que si en vida un entorno patriarcal la conduce a la desesperación, ya muerta, ese mismo patriarcalismo simbolizado en el padre Rentería le niega el perdón:
— Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.
— No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.
— Falló a última hora —eso es lo que le dije—. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!
— Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor… Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano.
— Tal vez rezando mucho.
— Vamos rezando mucho, padre.
— Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas; pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.
Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos
— No tengo dinero. Eso usted lo sabe, padre.
— Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.
— Sí, padre (Rulfo, 2005).
Eduviges es estigmatizada a tal grado que cuando Juan Preciado la encuentra en Comala ella lleva una imagen de la virgen del Refugio con un letrero con las palabras: “Refugio de pecadores” (Rulfo, 2005). Se puede ver a través de las novelas analizadas cómo las mujeres solas son “más propensas a ser estigmatizadas y acosadas sexualmente cuando son mujeres solas, que cuando están con su pareja. Esto […] es un indicador claro de una persistente cultura patriarcal que las vulnera” (Cuevas, 2014a).
Es muy importante subrayar que en el camino de conformación de estos nuevos modos de familia emergentes, de acuerdo con las muy distintas condiciones y recursos con los que las madres solas cuentan para salir adelante, la prostitución aparece como una forma de empleo, es un modo de obtener los medios de subsistencia cuando se carece de otros.
Las madres solascomo agentes sociales
Las madres solas y sus familias en las dos novelas aparecen empobrecidas, vulnerables y estigmatizadas, no obstante, éste no es ni el único ni el más importante rasgo de su configuración como personajes. Es importante advertir que en ambas novelas estas dos mujeres encarnan la representación de personas actuantes, decididas, fuertes. Primeramente, las dos novelas las ubican en un panorama profundamente enraizado en México y en la historia; si los personajes son, como señala Luz Aurora Pimentel, siempre efectos de sentido “del orden de lo moral o de lo psicológico, pero siempre un efecto de sentido logrado por medio de estrategias discursivas y narrativas” (Pimentel, 1998), estas dos madres solas se definen como personajes en el entramado social e histórico del país. Su historia materna y la historia de sus familias se cruzan con la historia y urgencias del país, son fragmentos que se recomponen en un nuevo diseño que desafía el orden dominante violento y patriarcal que impera en todos los espacios privados y públicos en los que se desenvuelven las identidades sociales y personales.
En los dos textos estos papeles maternos se vinculan al México más profundo, al México convulso, violento. En Pedro Páramo con el México rural posrevolucionario y en Canción de Tumba con el México de los setentas vivido desde el tránsito itinerante de una madre sola y sus hijos, a lo largo y ancho del país y una agonía narrada desde un México sumido en la narcoviolencia de la primera década del siglo XXI. La muerte de Dolores Preciado y la dolorosa agonía de Guadalupe Chávez Moreno significan, además del dolor personal narrativizado, la angustia de muchas realidades decadentes, agotadas, muriendo también: “y es que éste es un pueblo desdichado; untado todo de desdicha” (Rulfo, 2005). En Canción de Tumba leemos:
En esta Suave Patria donde mi madre agoniza no queda un solo pliego de papel picado. Ni un buche de tequila que el perfume del marketing no haya corrompido. Ni siquiera una tristeza o una decencia o una bullanga que no traigan impreso, como hierro de ganado, el fantasma de un AK-47 […]
Felipe Calderón Hinojosa aparece en cadena nacional informando los logros de su gobierno, cuyas optimistas cifras considera –obviamente– más relevantes que cien millones de pesadillas (Herbert, 2012).
En ese contexto mexicano, en las dos novelas las madres solas toman de manera propia y personal la decisión de alejarse y hacerse cargo de sus familias ante la irresponsabilidad y omisión de cuidado de los padres. No pueden cambiar la situación paterna, pero descubren que pueden, de algún modo y con un altísimo costo social y emocional, cambiar la suya y la de sus hijos. En Pedro Páramo sabemos que Dolores Preciado “siempre odió a Pedro Páramo. ‘¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?’ Y tu madre se levantaba antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín de gatos. ‘¡Doña Doloritas!’” (Rulfo, 2005). Dolores le dice al cacique que desearía volar a donde vive su hermana —si bien con la esperanza de que él reaccione e intente detenerla— y él la envía lejos, sin volver a buscarlos nunca:
— No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más.
— Y tu madre se fue:
— Hasta luego, don Pedro.
— ¡Adiós!, Doloritas.
— Se fue de la Media Luna para siempre. Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por ella.
— Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te preocupa.
— ¿Pero de qué vivirán?
— Que Dios los asista (Rulfo, 2005).
También en Canción de tumba la madre se aleja con sus hijos; hemos citado ya cómo el personaje recuerda: “Mamá y yo nos bajamos corriendo” (Herbert, 2012). Estas dos madres “se mueven” y al moverse ellas moverán muchos órdenes y muchas instancias. Aunque empobrecidas, solas y vulnerables, los dos personajes maternos son actuantes, son madres que ejecutan, que buscan las alternativas de vida para ellas y sus hijos. En ese sentido, se suman a la vertiente estudiada por Ana Lidia García Peña (2004) en su artículo “Madres solteras, pobres y abandonadas: ciudad de México, siglo XIX”; forman parte de esa corriente ya visible en el siglo XIX de madres que toman de algún modo una actitud de resistencia a la conducta masculina de abuso y dominación, que buscan una estrategia distinta al silencio para ir en contra de la norma social patriarcal. Mujeres del siglo XIX que:
Elaboraron un discurso de resistencia que se opuso a un sisma de dominación masculina, e incluso encontraron mecanismos para evadir prohibiciones legales como la investigación de la paternidad y combatieron por causas no siempre ganadas, pero que en algunos casos lograron arreglos y convenios favorables a sus intereses (García, 2004).
En la representación de Dolores Preciado y de Guadalupe Chávez Moreno vemos con claridad su capacidad por generar cambios, por asumir el desafío, de transformar el miedo y la vergüenza en acción concreta. Como señala Cuevas:
La agencia permite analizar las narrativas y descifrar por qué las madres solas rompen el orden social, así como los mecanismos de resistencia que se ponen en marcha para resistir y modificar los mecanismos de dominación masculina (Cuevas, 2014b).
Estas dos novelas encarnan la crisis de un esquema familiar insostenible o, más bien, desenmascaran su versión endulzada, inoperante y falsa. Se vuelven a advertir aquí destellos intertextuales, es sumamente relevante que Canción de tumba lo dice con toda claridad asumiendo la cercanía con la obra de Juan Rulfo, del mismo modo que se desmorona Pedro Páramo se desmorona una imagen que no se sustenta en la realidad social ni afectiva: “La Gran Familia Mexicana se desmoronó como si fuera un montón de piedras, Pedro Páramo desliéndose bajo el cuchillo de Abundio ante los azorados ojos de Damiana […]” (Herbert, 2012).
Estas dos madres, una partiendo lejos con la hermana y otra ejerciendo la prostitución, rechazan condiciones intolerables y cimbran la estructura social. No son, sin embargo, el primer eslabón de la cadena de ausencia del padre. Su situación materna en soledad encuentra antecedentes en sus familias nucleares. Guadalupe tampoco tuvo una relación paterna: “El padre biológico de Guadalupe se llamaba Pedro Acosta […] Mamá lo conoció muy poco [...] Quien la asumió como su hija fue un padrastro: mi abuelo Marcelino Chávez” (Herbert, 2012), y su madre, madre sola a su vez, también de alguna forma, la atropella de niña con su amargura:
Luego escuchó la voz de mi abuela (y esto es lo primero que mi madre recuerda de su madre, así que cómo no iba a tener puteada la vida):
— Condenada Maldita, cuántas veces tengo que decirte que no toques las cosas ajenas.
Y sin ninguna piedad la arrojaba al patio de tierra suelta, donde la niña mi mamá azotaba confundida con el polvo solo para ser molida a patadas y bofetones […] (Herbert, 2012).
Hasta que a los catorce años se fugó definitivamente del hogar y trabajó de sirvienta para un par de familias guanajuatenses. De hecho, el mismo padre ausente del personaje de Julián Herbert es también hijo de una madre sola:
Él también fue una mala broma del registro civil. Por ser hijo natural, recibió de niño los dos apellidos de mi abuela Thelma. Se llamaba Gilberto Herbert Gutiérrez. Poco después de mi nacimiento, se encontró con su progenitor. Mi abuelo (nunca supe su nombre de pila) accedió a reconocerlo. Mi padre comenzó a llamarse entonces Gilberto Membreño Herbert (Herbert, 2012).
Las dos madres solas, Dolores y Guadalupe, buscan otros caminos. Dolores nunca regresa a su pueblo, a Comala, de algún modo puede decirse que nunca da marcha atrás, sólo le da “sus ojos para ver” (Rulfo, 2005) a Juan Preciado para que él busque su pasado, sus orígenes. Guadalupe no opta por un camino, sino por muchos, viaja vertiginosamente, le ofrece al niño un mundo que se abre en multitud de rutas, lo cual lo angustia: “Mamá fue la culpable. Viajábamos tanto que para mí la Tierra era un polígono de mimbre limitado en todas direcciones por los rieles del tren” (Herbert, 2012), pero al mismo tiempo lo impulsa a construir una realidad muy diferente, libre, amplia.
Guadalupe Chávez Moreno explora su identidad, la desdobla, la divide, la suplanta, la recrea; en parte, como la novela narra, por ese hecho de sentirse culpable y perseguida tan frecuente en las madres solas en su trayecto por salir adelante ellas y sus hijos, pero en parte su vida se convierte en una búsqueda valiente de elegirse, de desearse diferente y renombrarse:
Previsiblemente, fue llamada Guadalupe. Guadalupe Chávez Moreno. Sin embargo, ella asumió –en parte por darse un aura de misterio, en parte porque percibe su existencia como un evento criminal- un sinfín de alias a lo largo de su vida. Se cambiaba de nombre con la desfachatez con que otra se tiñe o riza el pelo […] nos instruía:
— Aquí me llamo Lorena Menchaca y soy prima del karateca.
— Aquí me dicen Vicky.
— Aquí me llamo Juana, igual que tu abuelita.
[…] La más constante de estas identidades fue la de Marisela Acosta. Con ese nombre, mi madre se dedicó durante décadas al negocio de la prostitución (Herbert, 2012).
La lectura mitocrítica permite atender una cuenca semántica conformada en ambas novelas y que aglutina símbolos de luz, de altura, de horizontes abiertos en torno a la maternidad sola. Constituye lo que Durand explica como “imágenes que vienen a ordenarse bajo una misma estructura simbólica” (2012). En ese sentido, además de mostrarse como sujetos agentes, los personajes maternos de ambas novelas simbolizan, de algún modo, la felicidad para los hijos, son cómplices incondicionales ante los retos de la vida, son la posibilidad de amor, de fuerza y estabilidad. En Pedro Páramo, cuando Juan Preciado llega a Comala evoca los recuerdos del pueblo al que la madre nunca regresó, y lo ve a través de sus ojos y su sentir:
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: ‘Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche’. Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma [...] Mi madre (Rulfo, 2005).
Como ha advertido Ana Josefina Cuevas Hernández, en sus trabajos “Ser madre sola no es igual que sentir soledad” (2014b), la madre es la calidez, la seguridad del pasado. Así se advierte en Pedro Páramo: “No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo” (Rulfo, 2005); la confianza en el futuro: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz. Mi madre […] la viva” (Rulfo, 2005); la certeza del afecto:
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único (Rulfo, 2005).
Elena Poniatowska señaló que aunque Canción de tumba aborda la historia de la madre del narrador a punto de morir de leucemia en un México sumido en la violencia y la corrupción, éste es un libro “que hace reír, saca a bailar salsa, lleva a Cuba, Berlín, Acapulco y Saltillo” (Poniatowska, 2012). La crudeza de la verdad no impide la sonrisa de un humor crítico y enriquecido en Canción de tumba.
El escritor Julián Herbert ha mencionado reiteradamente que tuvo “una infancia dura pero no infeliz” (2013). En Canción de tumba, la madre abre al hijo, con su vida, los caminos de la música: “Pero gracias al comentario de mamá logré, años más tarde, relacionar el sexo con la música, esa otra fuerza de la naturaleza que tundía a machetazos la desgracia desde nuestra consola Stromberg Carlson” (Herbert, 2012). Asimismo, los caminos de la lectura, los caminos mismos del mundo con su intenso ir y venir por el país y, finalmente, con su agonía lo pone en el camino de la escritura, de novelar la historia: “Canción de tumba es un alimento terrestre y nutritivo, una bebida espirituosa” (Poniatowska, 2012).
En ambas novelas vemos la representación de madres solas que impulsan estructuras y modos diferentes de formar familias en las que persiste la preocupación del cuidado por el “otro”, que como ha mencionado Herbert (2013) es un valor que no se ha perdido con la entrada a la posmodernidad. Familias recortadas por la ausencia del padre, pero ampliadas por la integración de hermanos a quienes unen lazos más fuertes que la sangre, como la solidaridad y la empatía; familias en las que se tienden puentes generacionales entre madres-hijos-nietos como pasajes que dan soporte y estabilidad a la estructura social. Y si esto puede ser dicho de muchos modos y en muchos discursos, las novelas de Rulfo y Herbert lo hacen con esa potencia que asegura la fuerza estética de la palabra literaria, en las que se tocan, de modo híbrido y bellamente impuro2, la poesía, la narración y el testimonio.
2 Julián Herbert (2013) ha hablado de su interés por explorar la poética de lo híbrido, de lo impuro.
